Es por ello que las últimas salvas de la batería están dirigidas a demoler la independencia del Poder Judicial, a eliminar los órganos autónomos y a crear un sistema político dominado por un partido con una participación sólo testimonial de la oposición en el Congreso y con una democracia de pantomima que esconda un régimen dictatorial, tal como fue el régimen priista. De lograrlo, pasará a la historia por haber traicionado los principios liberales de Juárez y Madero.
Es esta añoranza del pasado que lo ha llevado a pensar, y a afirmar en repetidas ocasiones, que es posible regresar a un sistema económico, como el que se vivió durante la década de los sesenta del siglo XX, a los años del “desarrollo estabilizador” en donde la política de desarrollo se guio por la sustitución de importaciones, particularmente de los bienes de consumo duradero.
Lo volvió a decir el viernes pasado cuando, fiel a su costumbre de divagar durante las mañaneras, afirmó que “sería conveniente preparar un plan de sustitución de importaciones hacia adelante” y, sin darse cuenta de la inconsistencia, señaló “en el marco de la integración económica de América del Norte”, como tampoco se quiere dar cuenta de la inconsistencia entre los compromisos internacionales adquiridos por México en el T-MEC y su reforma judicial y la desaparición de la Cofece y el IFT.
Regresar a un sistema económico cerrado como el que añora no sólo no es viable, sino que implicaría tirar por la borda a los consumidores y los enormes avances que se han tenido como resultado de la apertura comercial unilateral en 1986 cuando México se adhirió al GATT seguido de la entrada en vigor de varios tratados de libre comercio, en particular el TLCAN (ahora T-MEC) López, cómo mercantilista, piensa que las exportaciones son “buenas”, mientras que las importaciones son “malas” y que hay que sustituirlas con producción interna; como casi todo lo que piensa en materia económica, aquí comete un notorio error.
El objetivo del comercio internacional no es exportar, sino importar aquellos bienes que salen más baratos comprarlos en el exterior que producirlos internamente; lástima que haya que exportar para pagarlas. Tener una economía abierta al comercio es lo que permite que los recursos se destinen a producir aquellos bienes comerciables internacionalmente, en los cuales se tiene ventaja comparativa e importar aquellos que son producidos a un menor costo en otros países.
La política de sustitución de importaciones que tanto añora se basó en una política comercial proteccionista complementada con subsidios fiscales y financieros al capital. Aunque esta política sí dio un impulso a la industrialización de la economía reflejada en el crecimiento de la industria manufacturera, las distorsiones que generó fueron varias y significativas.
Primero, la protección comercial y los subsidios otorgados a las empresas las llevó a adoptar tecnologías intensivas en el uso del capital siendo que el factor relativamente abundante era la mano de obra. Estas tecnologías, por las cuales hubo que pagar regalías, fueron adquiridas en el exterior en países en los cuales el factor abundante era el capital; nunca hubo un desarrollo nativo de tecnologías como lo demuestra el casi nulo registro de patentes mexicanas.
Segundo, como consecuencia de lo anterior, la matrícula universitaria se concentró en áreas de estudio económico-administrativas, derecho, humanidades y medicina. Dado que las empresas adquirían la tecnología en el exterior y sólo la adaptaban, no era rentable estudiar las disciplinas afines a la ciencia y tecnología como física, química, biología y algunas ingenierías.
Tercero, la política de sustitución de importaciones se enfocó en apoyar la producción interna de bienes de consumo duradero (automóviles, línea blanca, enseres eléctricos para el hogar, ropa, etcétera). Ello dio el incentivo para que las empresas, así como sus proveedoras de insumos se localizaran en o cerca de las principales áreas de consumo (las zonas metropolitanas de la Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey), lo que resultó en un patrón de desarrollo regional notoriamente desigual. A su vez, se diseñó la infraestructura de transporte carretero y ferroviario de manera radial, con el Distrito Federal como el centro.
Cuarto, la industria a la cual se le apoyó nunca dejó de ser infantil. Como su expansión estaba limitada al mercado interno, nunca se generaron las suficientes economías de escala que permitiesen un crecimiento de largo plazo y el modelo prácticamente se agotó hacia finales de la década de los sesenta.
Quinto, la protección comercial utilizó tres instrumentos: aranceles, permisos previos de importación y precios oficiales de importación. Los dos últimos eran administrados discrecionalmente por la Secretaría de Industria y Comercio (hoy de Economía), lo que dio lugar a la captura de los reguladores y a actos de corrupción: un pago a cambio de obtener un permiso o trato preferencial, un pago para poder obtener rentas monopólicas, siendo los consumidores los grandes perdedores.
Regresar a un modelo de economía cerrada es inviable. Lo que sí es posible es lograr una mayor integración y crecimiento de cadenas productivas en Norteamérica, pero para ello se requieren certeza jurídica y reglas claras no discrecionales; se requiere independencia judicial y reguladores autónomos. Se requiere, exactamente, lo que López y Sheinbaum quieren eliminar.
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